Salvo quizás por aquella minúscula y casi imperceptible manchita de sangre, que fatalmente Mery descubrió en uno de los puños de mi camisa, el plan era perfecto. El arisco gato del vecino habría sido declarado culpable y yo disfrutaría ahora del apacible silencio que hoy reina en el salón, antes siempre perturbado por los agudos e insoportables chillidos de la cotorra.
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